lunes, 7 de septiembre de 2009

"Un cadáver asqueroso", novela por entregas




La Semana Negra de Gijón tiene estas cosas: que vuelves contagiado de ganas de ahcer y lleno de proyectos. Uno de ellos fue la realización de una novela negra colectiva con los otros miembros del blog DIEZ NEGRITOS, que acerca en la distancia a varios autores del género. Diez que ya somos trece : además de los de la imagen de arriba, se han sumado Cristina Fallarás, Jua Ramón Biedma y Jorge Moch). Trece negritos, entonces, para hacer a 26 manos una novela loca pero con mucho sentido o al menos eso creo. Una especie de cadáver exquisito que, en coherencia con el género y con las ganas de tocar las narices, se titulará:
UN CADAVER ASQUEROSO

Me tocó ser el responsable de arrancar la historiay no es poco. Veremos cómo sigue y podrán hacer lo mismo en
http://www.librairielecailler.com/blog/general/
Me cuentan que se hara un enlace directo a una opágina web espefícifa para estee frankenstéin de letras y muertitos, al que se podrá también acceder desde la dirección indicada arriba.
El segundo capítulo le correspone al mexicano EDUARDO MONTEVERDE, y el que lo haya leído ya sabe que eso significa calidad y extravagancia con sentido.El que no, ¿qué coño hace que no está asomado ya al universo de Monteverde?
Entre tanto, ahí va el primer capítulo. La culpa es mía.

Un cadáver asqueroso

1

Es mis casi veinticinco años como forense de Ninguna, había visto toda clase de muertos: desmembrados con vocación de puzle, intactos en apariencia y vacíos por dentro, quemados como una brasa, corruptos políticos de cuerpo incorrupto, vírgenes preñadas, putas intactas, muertos pasionales y muertos pasivos, desorejados, desbocados, descojonados y deslucidos; muertos pelados como naranjas o peludos como osos, muertos de amor, de soledad, de asco; cuerpos que parecían a punto de echarse a hablar de tan conservados o podridos hasta perder la memoria de sus formas: muertos momificados, mamificados, mamíferos con pinta de reptil disecado, de buitre kármico que se dispone a ser carroña, de liebre atropellada por el camión de la vida en una carretera secundaria; muertos elegantes incluso en la desnudez del último baile con mi sierra, muertos sin gracia ni siquiera para la muerte; suicidas arrepentidos, asesinos irredentos, víctimas vocacionales o por casualidad; niños, viejos y jovencitas, todos muertos y de alguna manera eternos, de alguna manera bellos y horribles al mismo tiempo.

Pero nunca, nunca, nunca había visto un cadáver tan asqueroso como el que esperaba sobre mi mesa de la morgue. Mi mesa de acero inoxidable, según el inventario, que suelo llamar de acero inolvidable, porque si eso es acero, yo soy una estrella del rock.

Y no lo soy.

­-Don Caronte -dijo Betito con el respeto de siempre-, mejor se descansa un poco o sale a cenar algo, que lleva aquí quince horas y se me va a enfermar.

Tenía razón, pero no podía dejar de mirar el cadáver asqueroso que tenía delante, ni de preguntarme por qué me parecía tan asqueroso.



A su lado, en la otra mesa de acero inolvidable, descansaba mi última obra. Un cadáver como deben ser los cadáveres. Nicolás Noletti. NN, hasta que por fin descubrimos su nombre y su escasa suerte de vagabundo sin techo por las calles de Ninguna. Murió del corazón, porque el corazón te mata cuando se cansa de esperar. La autopsia no dejaba dudas y me llevó menos de una hora. El trabajo duro vino después, fuera de mi turno oficial en la morgue, el trabajo que nadie me paga pero nadie se atreve a criticarme. Porque todos saben que tarde o temprano pasarán sobre mi mesa de acero inolvidable y desean que los mejore como mejoré a NN. Tal vez por eso no me reemplazan, me dejan vivir en el cuarto vacío del sótano y nadie dice nada de mis borracheras cotidianas, aunque murmuren que me acuesto con las muertas más curvosas después de adecentarlas.

No podría.

Lo he intentado pero no puedo.

Lo único que puedo hacer con los muertos es cumplir los trámites forenses sin demasiado celo, para dedicarme luego a lo importante: cambiarles la muerte, ya que no se les puede cambiar la vida. Betito me dijo una vez, hace años, que yo era un hombre bueno porque intentaba borrar de los cadáveres la huella de la muerte.

Betito no entiende nada.

Lo que intento es borrarles las huellas que la vida les dejó.

-¿Nos quedan trajes, Betito - pregunté a mi ayudante, que ayuda más bien poco.

-Algunos, don Caro. ¿Algún color en especial?

­-Negro con rayas muy delgadas, creo que nos quedan. Es lo apropiado para un importante hombre de negocios.


Betito sacudió la cabeza y fue en busca del traje. Me dejo buena parte del sueldo comprando ropa decente y complementos para mis muertitos. Pero tampoco tengo nada más interesante en lo que gastar mi dinero.

Mientras Betito volvía, estudié nuevamente al cadáver asqueroso en la otra mesa.

¿Por qué me resultaba tan asqueroso?

La cara estaba golpeada pero no tanto como para desfigurarlo; las tres puñaladas en su costado eran tajos limpios y sutiles, casi invisibles. Y el disparo en el corazón tampoco había provocado el revuelo de sangre habitual. Era un cadáver limpio, de hombre, de unos treinta y cinco años de edad, con un cuerpo proporcionado y facciones regulares.

¿Por qué me parecía tan asqueroso?

Era por algo que me rascaba la cabeza por dentro con leves patas de araña, pero hasta que no tomara unos tragos y comiera algo no podría saberlo.

Betito volvió con el traje, la camisa y todo lo demás. Vestimos a NN y entre la indumentaria y mis empeños de maquillador de las putadas de la vida, empezó a parecer lo que verían sus parientes cuando llegaran a buscarlo un rato más tarde: un próspero empresario al que la muerte sorprendió a punto de cerrar otro trato millonario, y que dejaba a sus remotos familiares una cuantiosa fortuna a determinar.

-Jua, jua -rió Betito-. La cara que se les quedará a esos sobrinos zopilotes cuando después de pagar el entierro de lujo y las misas, se enteren de que no tenía ni mierda en el culo.

-Sí tenía. Recuerda que tú se la extrajiste, Betito.

-Es una forma de hablar, don Caro. Pero bien que se hicieron los locos cuando les avisamos de la muerte del finado, porque las últimas noticias que tenían de él era que andaba tirado por las calles. Si no llega a ser por su llamada cambiando la voz y haciéndose pasar por un importante abogado en busca de los herederos, esos no se gastan ni el billete de autobús a Ninguna… Llegarán dentro de un rato. ¿No quiere quedarse a disfrutar del espectáculo?

-Esta vez no, Betito. Tienes razón: necesito comer algo antes de empezar con éste -señalé con la cabeza al asqueroso-. ¿Qué nombre pone en la ficha?

-Ninguno, don Caro. Aquí dice “sin identificar”.

-Eso lo veremos. Salgo un rato.

-Échese una a mi salud- pidió Betito.

-Dalo por hecho.

Ahora pienso que no tenía ni tanta hambre ni tanta sed, que sólo buscaba una excusa para alejarme del cadáver asqueroso. Alejarme lo suficiente como para no sentir esa aversión sin motivos hacia un muerto más sobre mi mesa de acero inolvidable.

Ahora pienso muchas cosas.

Pero ninguna me salvará la vida.



Salí a la avenida y, como siempre, me detuve para contemplar la Giralda. Seguí por las Ramblas y perdí un rato en la Plaza de Mayo, donde las Madres ya no estaban pero permanecía la paciencia irreductible de sus pasos, recordando que siempre era jueves, que siempre sería jueves. Aceleré el paso y cuando llegué a Garibaldi no dudé en meterme en el Tenampa, aunque estuviera lleno de turistas. Bebí y comí sin mirar lo que consumía, porque la imagen del cadáver asqueroso me rondaba por dentro. Desde una mesa me invitaron a una copa y no pude negarme. Caerían varias más. Por suerte, me invitan pero no me imponen su compañía. Sólo quieren agradarme para asegurarse de que cuando mueran los trataré bien y mejoraré su aspecto.

-A su salud, don Caronte- dijo uno de los camareros tras negarse a cobrarme lo consumido-. Hay qué ver nomás lo fea que era mi Eulogia, que teníamos que hacer las cosas de la cama con la luz apagada y los ojos cerrados. Pero cuando murió, usted la dejó que parecía estrella de cine. ¿Le cuento un secreto? A veces, cuando hago la cosa con mi novia nueva, cierro los ojos y me imagino que estoy con la Eulogia, pero no la viva, sino la muerta…

Me llamo Caronte García y eso, si naces en una ciudad como la mía, que tiene un poco de todas pero se llama Ninguna, te marca el destino. A saber en qué coño pensaba mi papá cuando me puso ese nombre. En qué coño. Porque siempre andaba pensando en alguno que no fuera el de mi mamá. El viejo se las daba de médico frustrado pero no pasó de curandero especializado en la imposición de manos sólo si se trataba de muchachitas febriles o mujeres rotundas con el diablo entre las piernas. Porque mi papá siempre buscaba al diablo entre las piernas de alguna. Y supongo que lo encontró, cuando yo sumaba diez años de edad, porque amaneció muertito y con el miedo pintado en la cara, tirado en un callejón de Ninguna, entre la Basílica de San Pedro y la Puerta del Sol. Me lo mostraron con temor a que la vista me impresionara y me dije que con esa cara de susto ni con todas las monedas que llevaba enculando en mi cerdito de barro desde que cumplí los cinco, iba a poder pagarle a mi papá un viaje decente al otro lado. No con esa cara.

Por eso me hice forense. Por eso me dejo media vida decorando a los muertos después de abrirlos en canal, aunque nadie me lo pida.

Por eso y por llamarme Caronte, que ya es mucho.


Cuando volví a la morgue estaba un poco mareado por tanta invitación, pero decidido a mejorar al asqueroso. Betito ya se había ido y los amantes sobrinos de NN lo estaría velando en algún sitio caro, acorde con la herencia que esperaban cobrar.

Supe que algo raro ocurría, aunque todo parecía normal. Todo en su sitio.

En realidad, todo se movía un poco, pero en mi cabeza. Tal vez fuera mejor dormir unas horas antes de ponerme a trabajar. Pero algo andaba mal y tenía que saber qué era.

Abrí el cajón refrigerado y lo supe.

El cuerpo tenía la misma edad, la misma complexión y hasta donde pude recordar, las mismas heridas.

Pero no era mi cadáver asqueroso. No señor. Aunque estuviera a punto de vomitar el desayuno del día anterior, no tenía dudas. Me habían cambiado el cadáver.

El nuevo se le parecía pero no era nada asqueroso.

Alguien se había tomado un gran trabajo para hacerlo, pensado tal vez que el borrachín de Caronte García, el forense estrafalario que pasaba más tiempo decorando muertos que durmiendo, no notaría la diferencia. Y si la notaba, ¿quién iba a creer en la palabra de un alcohólico medio loco que vivía en la morgue?

Yo.

Yo creía.

Y no iba a parar hasta saber quién era y porqué me había robado mi cadáver asqueroso.

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